sábado, 6 de agosto de 2011

Primera vez.


Así empezó todo.

A mis padres.

El terror de lo desconocido, el peso de una nueva responsabilidad. Haciendo tres años de no manejar, recupero el contacto con el auto. La sensación intrauterina de recorrer la ciudad en un auto es tremenda. Es como una madre a la que uno controla a voluntad, desde adentro, en posición fetal. Imagino a los bebés conduciendo a sus madres, pateando la panza para acelerar o frenar, cambiando las marchas pellizcando el útero y tirando del cordón umbilical de un lado a otro para girar. De repente, un accidente de tránsito entre dos embarazadas. Fetos sietemesinos que bajan enojados a putearse, darse explicaciones, pedirse disculpas y finalmente intercambiar los papeles del seguro. Pedacitos de ojos, uñas y dientes desperdigados por la bocacalle.

Los operadores me explican amablemente el curso de la expedición. Me dejo guiar por calles completamente desconocidas para mí, hasta el origen del viaje. El destino lo alcanzo gracias a las indicaciones de los pasajeros. Cuánta gente buena hay en este mundo. Me alegra conocerlos.

Llego a casa y calculo mis ganancias. La más importante parece ser esa pequeña alegría de haber nacido humano. Recorrer mi sombra por las noches parece ser el plan perfecto para terminar el invierno.

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