lunes, 29 de agosto de 2011

El guardaespaldas.

A Tarantino.

Algunas personas que vuelven de Rosario suelen tomarse un colectivo que los deja en la remisería porque a la madrugada no pasan los que van hasta el cementerio. Tuve que llevar a dos mujeres que habían hecho exactamente eso.

En seguida empezaron a contarme que el colectivo esquiva esa zona por cuestiones de seguridad, que ellas eran nuevas en el barrio y no se imaginaban que fuera para tanto, y que habían sido testigos de un asalto más temprano, antes de irse. Que por poco no les robaban a ella. Que era un mocosito que andaba sacándole las carteras a mujeres que esperan el colectivo.

Entonces, la que más hablaba, me relató su fantástica idea para solucionar este problema: Todas las mujeres del barrio se pondrían de acuerdo, se juntarían con un objeto contundente cada una, y lo cagarían bien a palos entre todas. Simple, práctica y perfectamente realizable, nunca había escuchado una forma más divertida de hacerse cargo del problema de la inseguridad. Porque una cosa es quejarse, y otra resolver algo que molesta desde una realidad cotidiana. Quizás no quede solo en una idea... sería un acto físico-psico-mágico.

Estas cosas me hacen sacar conclusiones sobre las habilidades resolutivas de las mujeres... encuentran soluciones aplicables a los problemas todo el tiempo. No como ese sádico guardia de seguridad que decía que "hay que juntarlos a todos, paredón, azúcar blanca y hormigas coloradas". El paredón pareciera haber quedado como resabio de alguna que otra costumbre militar. No podemos negar que hay algo de una gran genialidad dramática en el agregado del azúcar y las hormigas; pero según él a los que quedaran habría que liquidarlos con la recortada en el pecho. No le pregunté si había visto Pulp Fiction, pero cada maestrete con su librete...

La cuestión es que cuando llegamos a calle Crespo, donde ellas bajarían, les pregunté a estas mujeres si era seguro dejarlas ahí o preferían que entrara las tres cuadras que faltaban, ya que había un tipo parado que para mí podía ser tranquilamente el carterista merodeador al que tanto temían. Empezaron a reírse y una dijo: "es mi marido, que me viene a esperar armado".

Bajaron, y cuando estaba pegando la vuelta el sonriente esposo, enterado del chiste, abrió la parte de arriba de la campera y medio de coté me mostró el fierro que lo dejaba tranquilo, para después saludarme amablemente con la otra mano.

De película.

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